Jesús, que arde con amor en el leño de la cruz, nos llama a una vida encendida en su fuego, que no se pierde en las cenizas del mundo; una vida que arde de caridad y no se apaga en la mediocridad. ¿Es difícil vivir como él nos pide? Sí, es difícil, pero lleva a la meta. La Cuaresma nos lo muestra. Comienza con la ceniza, pero al final nos lleva al fuego de la noche de Pascua; a descubrir que, en el sepulcro, la carne de Jesús no se convierte en ceniza, sino que resucita gloriosamente. También se aplica a nosotros, que somos polvo: si regresamos al Señor con nuestra fragilidad, si tomamos el camino del amor, abrazaremos la vida que no conoce ocaso. Y ciertamente viviremos en la alegría.
papa francisco
homilía, miércoles de ceniza
6 de marzo 2019
Queridos amigos,
Una vez mas, hemos reunidos meditaciones del Santo Padre Francisco para ayudar en nuestro caminar durante los tiempos fuertes dentro del año litúrgico. Como en el caso del Adviento, la Cuaresma es un tiempo “fuerte” de conversión, un viaje de regreso a lo esencial (*), para el cual el Evangelio propone tres etapas (*): la limosna, el ayuno, y la oración.
El Papa Francisco nos invita en este caminar cuaresmal a “redescubrir la ruta de la vida. Porque en el camino de la vida, como en todo viaje, lo que realmente importa es no perder de vista la meta… Cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿en el camino de la vida, busco la ruta? ¿O me conformo con vivir el día, pensando solo en sentirme bien, en resolver algún problema y en divertirme un poco? ¿Cuál es la ruta? ¿Tal vez la búsqueda de la salud, que muchos dicen que es hoy lo más importante, pero que pasará tarde o temprano? ¿Quizás los bienes y el bienestar? Sin embargo, no estamos en el mundo para esto. Conviértanse a mí, dice el Señor. A mí. El Señor es la meta de nuestro peregrinaje en el mundo.” (*).
Unidos en oración, deseamos para todos nuestros lectores que esta Cuaresma sea un tiempo de profundo encuentro con el Señor, que este sea un tiempo de gracia. Que en el medio del árido desierto de nuestros falsos dioses y pecado, tengamos siempre la certeza de la misericordia liberadora del Padre que nos ama y, que la ruta hacia la Cruz, aunque dura, dolorosa y difícil de transitar, lleva a la Pascua, la victoria final de Cristo sobre la muerte. Que reconozcamos en nuestro interior que con fidelidad y perseverancia en nuestro peregrinar y con el corazón abierto al amor transformador, a la conversión y al perdón, podremos re-descubrir la ruta de la vida confiados y afianzados en Jesús, el Camino y la meta, encontrando así que, detrás de la oscuridad y el dolor… allí, es donde yace nuestra esperanza y salvación.
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(Cada meditación comienza, a manera de prólogo, con una monición preparada por nuestro Equipo de Liturgia y, a continuación, ofrecemos las reflexiones del Santo Padre que fueron tomadas de los Ángelus de la Cuaresma del 2016, 2019 y la Homilía del Domingo de Ramos 2019.)
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Primer Domingo
El hombre no vive solamente de pan
Desde el miércoles pasado, y con la imposición de las cenizas, comenzamos el tiempo litúrgico de Cuaresma. Este tiempo importante y fuerte del año, es nuestro peregrinar hacia la Pascua. Son 40 días de intensa preparación mediante la oración, el ayuno, y la caridad; días que nos interpelan a una conversión sincera, yendo al encuentro del hermano, caminando al lado de Jesús. El color que simboliza la Cuaresma es el morado, color de gozosa austeridad. Las lecturas de este Domingo I, nos transmiten el mensaje de la confianza en Dios, única manera de superar las tentaciones, las dificultades y los obstáculos que se nos presentan día a día.
Dt 26, 1-2. 4-10
Sal 90, 1-2. 10-15
Rom 10, 5-13
Lc 4, 1-13
Reflexión del Papa Francisco
El Evangelio de este primer domingo de Cuaresma (cf. Lc 4, 1-13) narra la experiencia de las tentaciones de Jesús en el desierto. Después de ayunar durante cuarenta días, Jesús es tentado tres veces por el diablo. Primero lo invita a que convierta una piedra en pan (v. 3); luego le muestra desde una altura los reinos de la tierra y le plantea convertirse en un mesías poderoso y glorioso (versículos 5-6); finalmente, lo lleva a la cima del templo en Jerusalén y lo invita a que se arroje desde allí para manifestar su poder divino de una manera espectacular (versículos 9-11). Las tres tentaciones indican tres caminos que el mundo siempre propone prometiendo grandes éxitos, tres caminos para engañarnos: la codicia de poseer ―tener, tener, tener― la gloria humana y la instrumentalización de Dios. Son tres caminos que nos llevarán a la ruina.
La primera, el camino de la codicia de poseer. Esta es siempre la lógica insidiosa del diablo. Empieza por la necesidad natural y legítima de comer, de vivir, de realizarse, de ser feliz, para empujarnos a creer que todo esto es posible sin Dios e incluso contra Él. Pero Jesús se opone diciendo: «Está escrito: “No solo de pan vive el hombre”» (v. 4). Recordando el largo camino del pueblo elegido a través del desierto, Jesús afirma que quiere abandonarse con confianza plena a la providencia del Padre, que siempre cuida de sus hijos.
La segunda tentación: el camino de la gloria humana. El diablo dice: «Si me adoras, todo será tuyo» (v. 7). Uno puede perder toda su dignidad personal, si se deja corromper por los ídolos del dinero, del éxito y del poder, para alcanzar la autoafirmación. Y se saborea la ebriedad de una alegría vacía que muy pronto se desvanece. Y esto también nos lleva a pavonearnos, la vanidad, pero esto se desvanece. Por eso Jesús responde: «Adorarás al Señor tu Dios y solo a Él darás culto» (versículo 8).
Y luego la tercera tentación: instrumentalizar a Dios en beneficio propio. Al diablo que, citando las Escrituras, lo invita a obtener de Dios un milagro sorprendente, Jesús opone nuevamente la firme decisión de permanecer humilde, de permanecer confiado ante el Padre: «Está dicho: “No tentarás al Señor tu Dios”» (v. 12). Y así rechaza la tentación quizás más sutil: la de querer “poner a Dios de nuestro lado”, pidiéndole gracias que, en realidad, sirven y servirán para satisfacer nuestro orgullo.
Estos son los caminos que nos presentan, con la ilusión de poder alcanzar el éxito y la felicidad. Pero, en realidad, son completamente ajenos a la manera de actuar de Dios; de hecho, nos separan de Dios, porque son obra de Satanás. Jesús, enfrentando estas pruebas en primera persona, vence la tentación tres veces para adherirse completamente al plan del Padre. Y nos indica los remedios: la vida interior, la fe en Dios, la certeza de su amor, la certeza de que Dios nos ama, de que es Padre, y con esta certeza superaremos toda tentación.
Pero hay una cosa, sobre la que me gustaría llamar la atención, una cosa interesante. Jesús al responder al tentador no entra en el diálogo, sino que responde a los tres desafíos solo con la Palabra de Dios. Esto nos enseña que con el diablo uno no dialoga, uno no debe dialogar, se le responde solamente con la Palabra de Dios.
Aprovechemos, pues, la Cuaresma, como un tiempo privilegiado para purificarnos, para experimentar la presencia consoladora de Dios en nuestras vidas.
La intercesión materna de la Virgen María, un ícono de la fidelidad a Dios, nos sostenga en nuestro camino, ayudándonos siempre a rechazar el mal y a acoger el bien.
(Ángelus, 10 de marzo 2019)
V/ Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R/ Porque con tu santa cruz redimiste al mundo
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Segundo Domingo
Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo
La liturgia de este Domingo II es muy variada en su contenido, pero con un mensaje muy concreto, y es la transformación que el Señor obra en nosotros a partir de la confianza. En la lectura del Génesis, se nos relata la primera alianza de Dios con Abraham, alianza basada en la fe y la confianza en las promesas del Señor. San Pablo, en su carta a los Filipenses nos habla de la transformación a partir de la fe y de la confianza, pero también de la Cruz. Y el Evangelio nos relata el pasaje de la transfiguración del Señor como una antesala a la pasión y la cruz que han de venir. El sacrificio, el asumir libremente la voluntad del Padre y la confianza en sus promesas son los hilos conductores en estas lecturas, como lo son en la historia de salvación.
Pidamos a nuestro Padre Celestial, y sobre todo en este tiempo fuerte de Cuaresma, que nos conceda el aumentar nuestra fe y confianza abriendo nuestros oídos – y nuestro corazón – a su mensaje, “Este es mi Hijo el Elegido, escúchenlo”.
Gn 15, 5-12. 17-18
Sal 26, 1. 7-9. 13-14
Flp 3, 17 – 4, 1
Lc 9, 28b-36
Reflexión del Papa Francisco
En este segundo domingo de Cuaresma, la liturgia nos hace contemplar el evento de la Transfiguración, en el que Jesús concede a los discípulos Pedro, Santiago y Juan saborear la gloria de la Resurrección: un resquicio del cielo en la tierra. El evangelista Lucas (cf. 9, 28-36) nos muestra a Jesús transfigurado en el monte, que es el lugar de la luz, símbolo fascinante de la singular experiencia reservada a los tres apóstoles. Ellos suben con el Maestro a la montaña, lo ven sumergirse en la oración, y en un determinado momento, «su rostro cambió de aspecto» (v. 29). Habituados a verle cotidianamente con los simples rasgos de su humanidad, ante aquel nuevo esplendor, que envuelve toda su persona, se quedan maravillados. Y junto a Jesús aparecen Moisés y Elías, que hablan con Él de su próximo «éxodo», es decir, de su Pascua de muerte y resurrección. Es una anticipación de la Pascua. Entonces Pedro exclama: «Maestro, que bien se está aquí» (v. 33). Quisiera que aquel momento de gracia no acabase jamás.
La Transfiguración se cumple en un momento bien preciso de la misión de Cristo, es decir, después de que Él ha confiado a los discípulos que deberá «sufrir mucho, […] ser asesinado y resucitar al tercer día» (v. 21). Jesús sabe que ellos no aceptan esta realidad —la realidad de la cruz, la realidad de la muerte de Jesús—, y entonces quiere prepararles para soportar el escándalo de la pasión y de la muerte de cruz, porque sabemos que este es el camino por el que el Padre celestial hará llegar a la gloria a su Hijo, resucitándolo de entre los muertos. Y este será también el camino de los discípulos: ninguno llega a la vida eterna si no es siguiendo a Jesús, llevando la propia cruz en la vida terrenal. Cada uno de nosotros, tiene su propia cruz. El Señor nos hace ver el final de este recorrido que es la Resurrección, la belleza, llevando la propia cruz.
Por lo tanto, la Transfiguración de Cristo nos muestra la prospectiva cristiana del sufrimiento. No es un sadomasoquismo el sufrimiento: es un pasaje necesario pero transitorio. El punto de llegada al que estamos llamados es luminoso como el rostro de Cristo transfigurado: en Él está la salvación, la beatitud, la luz, el amor de Dios sin límites. Mostrando así su gloria, Jesús nos asegura que la cruz, las pruebas, las dificultades con las que nos enfrentamos tienen su solución y quedan superadas en la Pascua. Por ello, en esta Cuaresma, subamos también al monte con Jesús. ¿Pero en qué modo? Con la oración. Subamos al monte con la oración: la oración silenciosa, la oración del corazón, la oración siempre buscando al Señor. Permanezcamos algún momento en recogimiento, cada día un poquito, fijemos la mirada interior en su rostro y dejemos que su luz nos invada y se irradie en nuestra vida. En efecto el Evangelista Lucas insiste en el hecho que Jesús se transfiguró «mientras oraba» (v. 29). Se había sumergido en un coloquio íntimo con el Padre, en el que resonaban también la Ley y los profetas —Moisés y Elías— y mientras se adhería con todo su ser a la voluntad de salvación del Padre, incluida la cruz, la gloria de Dios lo invadió transparentándose también externamente. Es así, hermanos y hermanas: Cuántas veces hemos encontrado personas que iluminan, que emanan luz de los ojos, que tienen una mirada luminosa. Rezan, y la oración hace esto: nos hace luminosos con la luz del Espíritu Santo.
Continuemos con alegría nuestro camino cuaresmal. Demos espacio a la oración y a la Palabra de Dios, que abundantemente la Liturgia nos propone en estos días. Que la Virgen María nos enseñe a permanecer con Jesús incluso cuando no lo entendemos y no lo comprendemos. Porque solo permaneciendo con Él veremos su gloria.
(Ángelus, 17 de marzo 2019)
V/ Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R/ Porque con tu santa cruz redimiste al mundo
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Tercer Domingo
Si no se convierten, todos acabarán de la misma manera
Solemos escuchar que la Cuaresma, como el Adviento, son tiempos “fuertes” del año litúrgico. La fuerza de estos tiempos radica en que, en ambos casos, resuena una y otra vez el llamado a la conversión.
Las lecturas de este Domingo III del tiempo de Cuaresma hacen hincapié en este llamado. Desde la primera lectura hasta el Evangelio donde, precisamente, escuchamos claramente a Jesús repitiendo a sus interlocutores, como hoy a nosotros, la importancia de una conversión profunda y verdadera. La figura de la higuera estéril nos sirve para recordar la infinita misericordia de Dios cuando abrimos con docilidad nuestros corazones a Su obrar amoroso y compasivo en nuestras vidas.
Éx 3, 1-8a. 10. 13-15
Sal 10, 1-4. 6-8. 11
1Cor 10, 1-6. 10-12
Lc 13, 1-9
Reflexión del Papa Francisco
El Evangelio de este tercer domingo de Cuaresma (ver Lc 13, 1-9) nos habla de la misericordia de Dios y de nuestra conversión. Jesús narra la parábola de la higuera estéril. Un hombre ha plantado una higuera en su viña, y con gran confianza todos los veranos va a buscar sus frutos, pero no encuentra ninguno, porque el árbol es estéril. Empujado por esa decepción que se repite durante tres años, piensa en cortar la higuera para plantar otra. Llama al campesino que está en la viña y expresa su insatisfacción, ordenándole que corte el árbol, para no desperdiciar el suelo innecesariamente. Pero el campesino le pide al dueño que sea paciente y que le conceda una prórroga de un año, durante la cual el mismo dedicará más atención a la higuera, para estimular su productividad. Esta es la parábola. ¿Qué representa esta parábola? ¿Qué representan los personajes de esta parábola?
Y esta similitud del viñador manifiesta la misericordia de Dios, que nos deja un tiempo para la conversión. Todos necesitamos convertirnos, dar un paso adelante, y la paciencia de Dios, la misericordia, nos acompaña en esto. A pesar de la esterilidad, que a veces marca nuestra existencia, Dios tiene paciencia y nos ofrece la posibilidad de cambiar y avanzar por el camino del bien. Pero la prórroga implorada y concedida mientras se espera que el árbol finalmente fructifique, también indica la urgencia de la conversión. El viñador le dice al dueño: «Déjala por este año todavía» (v. 8). La posibilidad de conversión no es ilimitada; por eso hay que tomarla de inmediato. De lo contrario se perdería para siempre. En esta Cuaresma podemos pensar: ¿Qué debo hacer para acercarme al Señor, para convertir, para “cortar” las cosas que no van bien? “No, no, esperaré la próxima Cuaresma”. Pero ¿estarás vivo la próxima Cuaresma? Pensemos hoy, cada uno de nosotros: ¿qué debo hacer ante esta misericordia de Dios que me espera y que siempre perdona? ¿Qué debo hacer? Podemos confiar mucho en la misericordia de Dios, pero sin abusar de ella. No debemos justificar la pereza espiritual, sino aumentar nuestro compromiso de responder con prontitud a esta misericordia con sinceridad de corazón.
En el tiempo de Cuaresma, el Señor nos invita a la conversión. Cada uno de nosotros debe sentirse interpelado por esta llamada, corrigiendo algo en nuestras vidas, en nuestra manera de pensar, de actuar y vivir las relaciones con los demás. Al mismo tiempo, debemos imitar la paciencia de Dios que confía en la capacidad de todos para poder “levantarse” y reanudar el viaje. Dios es Padre, y no apaga la llama débil, sino que acompaña y cuida a los débiles para que puedan fortalecerse y aportar su contribución de amor a la comunidad.
Que la Virgen María nos ayude a vivir estos días de preparación para la Pascua como un tiempo de renovación espiritual y de confianza abierta a la gracia de Dios y a su misericordia.
(Ángelus, 24 de marzo 2019)
V/ Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R/ Porque con tu santa cruz redimiste al mundo
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Cuarto Domingo
Tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida
Estamos promediando nuestro camino cuaresmal. El Domingo pasado, Jesús nos exhortaba a la conversión. Hoy, como el Domingo próximo, Jesús nos muestra la infinita misericordia del Padre para con sus hijos, cuando nos arrepentimos genuinamente, de corazón. Las lecturas de la liturgia de este Domingo IV del tiempo de Cuaresma, también llamado Domingo de Laetare (que significa ‘regocijo’), nos recuerdan que es sólo en Cristo donde se halla la justificación – como le dice San Pablo a los Filipenses – y es a través de la fe en Él y del reconocer nuestra frágil humanidad, donde experimentamos la infinita misericordia de nuestro Padre Celestial – la parábola del hijo prodigo.
Pidamos al Señor que nos anime en continuar transitando estos últimos domingos junto a Jesús en su subida a Jerusalén para que, con corazones convertidos y renovados por su Amor, podamos morir también en la Cruz para experimentar plenamente la felicidad de la nueva vida por Él, con Él y en Él.
Jos 4, 19; 5, 10-12
Sal 33, 2-7
2Cor 5, 17-21
Lc 15, 1-3. 11-32
Reflexión del Papa Francisco
En el capítulo quince del Evangelio de san Lucas encontramos las tres parábolas de la misericordia: la de la oveja encontrada (vv. 4-7), la de la moneda encontrada (vv. 8-10), y la gran parábola del hijo pródigo, o mejor, del padre misericordioso (vv. 11-32). Hoy sería bonito que cada uno de nosotros, tomara el Evangelio, este capítulo xv de Lucas, y leyera las tres parábolas. Dentro del itinerario cuaresmal, el Evangelio nos presenta precisamente esta última parábola del padre misericordioso, que tiene como protagonista a un padre con sus dos hijos. El relato nos hace ver algunas características de este padre: es un hombre siempre preparado para perdonar y que espera contra toda esperanza. Sorprende sobre todo su tolerancia ante la decisión del hijo más joven de irse de casa: podría haberse opuesto, sabiendo que todavía es inmaduro, un muchacho joven, o buscar algún abogado para no darle la herencia ya que todavía estaba vivo. Sin embargo, le permite marchar, aún previendo los posibles riesgos. Así actúa Dios con nosotros: nos deja libres, también para equivocarnos, porque al crearnos nos ha hecho el gran regalo de la libertad. Nos toca a nosotros hacer un buen uso. ¡Este regalo de la libertad que nos da Dios, me sorprende siempre!
La misma actitud reserva el padre al hijo mayor, que siempre ha permanecido en casa, y ahora está indignado y protesta porque no entiende y no comparte toda la bondad hacia el hermano que se había equivocado. El padre también sale al encuentro de este hijo y le recuerda que ellos han estado siempre juntos, tienen todo en común (v. 31), pero es necesario acoger con alegría al hermano que finalmente ha vuelto a casa. Y esto me hace pensar en una cosa: cuando uno se siente pecador, se siente realmente poca cosa, o como he escuchado decir a alguno —muchos—: «Padre, soy una porquería», entonces es el momento de ir al Padre. Por el contrario, cuando uno se siente justo —«Yo siempre he hecho las cosas bien…»—, igualmente el Padre viene a buscarnos porque esa actitud de sentirse justo es una actitud mala: ¡es la soberbia! Viene del diablo. El padre espera a los que se reconocen pecadores y va a buscar a aquellos que se sienten justos. ¡Este es nuestro Padre! En esta parábola también se puede entrever un tercer hijo. ¿Un tercer hijo? ¿Y dónde? ¡Está escondido! Es el que «siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo» (Fil 2, 6-7). ¡Este Hijo-Siervo es Jesús! Es la extensión de los brazos y del corazón del Padre: Él ha acogido al pródigo y ha lavado sus pies sucios; Él ha preparado el banquete para la fiesta del perdón. Él, Jesús, nos enseña a ser «misericordiosos como el Padre». La figura del padre de la parábola desvela el corazón de Dios. Él es el Padre misericordioso que en Jesús nos ama más allá de cualquier medida, espera siempre nuestra conversión cada vez que nos equivocamos; espera nuestro regreso cuando nos alejamos de Él pensando que podemos prescindir de Él; está siempre preparado a abrirnos sus brazos pase lo que pase. Como el padre del Evangelio, también Dios continúa considerándonos sus hijos cuando nos hemos perdido, y viene a nuestro encuentro con ternura cuando volvemos a Él. Y nos habla con tanta bondad cuando nosotros creemos ser justos. Los errores que cometemos, aunque sean grandes, no rompen la fidelidad de su amor. En el sacramento de la Reconciliación podemos siempre comenzar de nuevo: Él nos acoge, nos restituye la dignidad de hijos suyos, y nos dice: «¡Ve hacia adelante! ¡Quédate en paz! ¡Levántate, ve hacia adelante!».
En este tramo de la Cuaresma que aún nos separa de la Pascua, estamos llamados a intensificar el camino interior de conversión. Dejémonos alcanzar por la mirada llena de amor de nuestro Padre, y volvamos a Él con todo el corazón, rechazando cualquier compromiso con el pecado. Que la Virgen María nos acompañe hasta el abrazo regenerador con la Divina Misericordia.
(Ángelus, 6 de marzo 2016)
V/ Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R/ Porque con tu santa cruz redimiste al mundo
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Domingo Quinto
El que no tenga pecado que arroje la primera piedra
¿Quién no tiene en su ‘pasado’ pecados y actitudes equivocadas que lo entristecen y lo hacen sentir indigno? Las lecturas de este Domingo V nos muestran cómo Dios, bondadoso y compasivo, no desea condenarnos, sino que quiere anular nuestro pasado de pecado, invitándonos a volver a Él para renovarnos con su infinita misericordia.
Pidamos hoy estar abiertos y atentos, con humildad y agradecimiento, al ‘cambio’ que la abundante e inagotable bondad de Dios quiere obrar en nosotros, a través de la conversión, el perdón y la reconciliación.
No se acuerden de las cosas pasadas,
no piensen en las cosas antiguas;
yo estoy por hacer algo nuevo:
ya está germinando, ¿no se dan cuenta?
Is 43, 18-19
Is 43, 16-21
Sal 125, 1-6
Flp 3, 8-14
Jn 8, 1-11
Reflexión del Papa Francisco
En este quinto domingo de Cuaresma, la liturgia nos presenta el episodio de la mujer adúltera (ver Jn 8, 1-11) en el que se contraponen dos actitudes: la de los escribas y los fariseos, por una parte, y la de Jesús, por otra. Los primeros quieren condenar a la mujer, porque se sienten los guardianes de la Ley y de su fiel aplicación. En cambio, Jesús quiere salvarla, porque personifica la misericordia de Dios que, perdonando, redime y reconciliando, renueva.
Veamos, pues, el hecho. Mientras Jesús enseña en el templo, los escribas y los fariseos le traen a una mujer sorprendida en adulterio; la ponen en medio y le preguntan a Jesús si debe ser lapidada, como prescribe la Ley de Moisés. El evangelista precisa que le plantean la pregunta «para tentarle, para tener de que acusarle» (v. 6). Se puede suponer que su propósito fuera ese ―fijaos en la maldad de estas personas―: el “no” a la lapidación habría sido un motivo para acusar a Jesús de desobediencia a la Ley; el “sí”, en cambio, para denunciarlo a la autoridad romana, que se había reservado las sentencias y no admitía el linchamiento popular. Y Jesús debe responder.
Los interlocutores de Jesús están encerrados en los vericuetos del legalismo y quieren encerrar al Hijo de Dios en su perspectiva de juicio y condena. Pero Él no vino al mundo para juzgar y condenar, sino para salvar y ofrecer a las personas una nueva vida. ¿Y cómo reacciona Jesús a esta prueba? En primer lugar, se queda un rato en silencio, y se inclina para escribir con el dedo en el suelo, como para recordar que el único Legislador y Juez es Dios que había escrito la Ley en la piedra. Y luego dice: «Aquel de ustedes que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra» (v. 7). De esta manera, Jesús apela a la conciencia de aquellos hombres: ellos se sentían “paladines de la justicia”, pero Él los llama a la conciencia de su condición de hombres pecadores, por la cual no pueden reclamar para sí el derecho a la vida o a la muerte de los demás. En ese momento uno tras otro, empezando por los más viejos, es decir, por los más expertos de sus propias miserias, todos se fueron, renunciando a lapidar a la mujer. Esta escena también nos invita a cada uno de nosotros a ser conscientes de que somos pecadores, y a dejar caer de nuestras manos las piedras de la denigración y de la condena, de los chismes, que a veces nos gustaría lanzar contra otros. Cuando chismorreamos de los demás, lanzamos piedras, somos como estos.
Al final solo quedan Jesús y la mujer, allí en el medio: «la mísera y la misericordia», dice San Agustín (In Joh 33, 5). Jesús es el único sin culpa, el único que podría arrojar la piedra contra ella, pero no lo hace, porque Dios «no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva» (ver Ez 33,11). Y Jesús despide a la mujer con estas estupendas palabras: «Vete, y en adelante no peques más» (v. 11). Y así, Jesús le abre un nuevo camino, creado por la misericordia, un camino que requiere su compromiso de no pecar más. Es una invitación válida para cada uno de nosotros: cuando Jesús nos perdona, nos abre siempre un nuevo camino para que avancemos. En este tiempo de Cuaresma, estamos llamados a reconocernos como pecadores y a pedir perdón a Dios. Y el perdón, a su vez, al reconciliarnos y darnos paz, nos hace comenzar una historia renovada. Toda conversión verdadera está encaminada a un futuro nuevo, a una vida nueva, a una vida hermosa, a una vida libre de pecado, a una vida generosa. No temamos pedir perdón a Jesús porque Él nos abre la puerta a esta vida nueva. ¡Qué la Virgen María nos ayude a testimoniar ante todos amor misericordioso de Dios que, en Jesús, nos perdona y hace nueva nuestra existencia, ofreciéndonos siempre nuevas posibilidades!
(Ángelus, 7 de abril 2019)
V/ Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R/ Porque con tu santa cruz redimiste al mundo
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Domingo de Ramos
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
Con el Domingo de Ramos, comenzamos a transitar la Semana Santa, la semana mas importante para todos nosotros como creyentes. Hoy, a través de la oración y con el corazón, subimos con Jesús hacia su entrada triunfal a Jerusalén. Desde hoy, y en los días subsiguientes, vamos a caminar junto a Él, acompañándolo en el dolor de la traición del amigo a la celebración de la Pascua junto sus discípulos, asistiendo y orando con ellos en ese momento en que Jesús instituye la Eucaristía y nos insta a hacer “esto en conmemoración” suya. Lo seguiremos hasta los momentos amargos en los que todos, – con excepción de su Madre, el Discípulo Amado, un puñado de fieles, y las mujeres que siempre lo acompañaron – todos parecen haber desaparecido: lo traicionan, lo niegan, lo abandonan…. Ahí contemplaremos, en oración, Su cuerpo destrozado, después del horrible sufrimiento en la Cruz, y su sangre derramada por todos nosotros, la sangre de la alianza nueva y eterna de Dios con su Pueblo.
Que con un corazón convertido después de este caminar cuaresmal que hoy concluimos, podamos morir junto a Él en la Cruz, morir a todo aquello que nos aleja de la vida nueva en Jesús para que, en el silencio de nuestra oración podamos vivir en la santa tensión entre la memoria de las promesas, la realidad del ensañamiento presente en la cruz y la esperanza de la resurrección. (Papa Francisco, Domingo de Ramos 2019).
Lc 19, 28-40
Is 50, 4-7
Sal 21, 8-9. 17-18a. 19-20. 23-24
Flp 2, 6-11
Lc 22, 7. 14 –– 23, 56
Reflexión del Papa Francisco
Las aclamaciones de la entrada en Jerusalén y la humillación de Jesús. Los gritos de fiesta y el ensañamiento feroz. Este doble misterio acompaña cada año la entrada en la Semana Santa, en los dos momentos característicos de esta celebración: la procesión con las palmas y los ramos de olivo, al principio, y luego la lectura solemne de la narración de la Pasión.
Dejemos que esta acción animada por el Espíritu Santo nos envuelva, para obtener lo que hemos pedido en la oración: acompañar con fe a nuestro Salvador en su camino y tener siempre presente la gran enseñanza de su Pasión como modelo de vida y de victoria contra el espíritu del mal.
Jesús nos muestra cómo hemos de afrontar los momentos difíciles y las tentaciones más insidiosas, cultivando en nuestros corazones una paz que no es distanciamiento, no es impasividad o creerse un superhombre, sino que es un abandono confiado en el Padre y en su voluntad de salvación, de vida, de misericordia; y, en toda su misión, pasó por la tentación de “hacer su trabajo” decidiendo él el modo y desligándose de la obediencia al Padre. Desde el comienzo, en la lucha de los cuarenta días en el desierto, hasta el final en la Pasión, Jesús rechaza esta tentación mediante la confianza obediente en el Padre.
También hoy, en su entrada en Jerusalén, nos muestra el camino. Porque en ese evento el maligno, el Príncipe de este mundo, tenía una carta por jugar: la carta del triunfalismo, y el Señor respondió permaneciendo fiel a su camino, el camino de la humildad.
El triunfalismo trata de llegar a la meta mediante atajos, compromisos falsos. Busca subirse al carro del ganador. El triunfalismo vive de gestos y palabras que, sin embargo, no han pasado por el crisol de la cruz; se alimenta de la comparación con los demás, juzgándolos siempre como peores, con defectos, fracasados… Una forma sutil de triunfalismo es la mundanidad espiritual, que es el mayor peligro, la tentación más pérfida que amenaza a la Iglesia (De Lubac). Jesús destruyó el triunfalismo con su Pasión.
El Señor realmente compartió y se regocijó con el pueblo, con los jóvenes que gritaban su nombre aclamándolo como Rey y Mesías. Su corazón gozaba viendo el entusiasmo y la fiesta de los pobres de Israel. Hasta el punto que, a los fariseos que le pedían que reprochara a sus discípulos por sus escandalosas aclamaciones, él les respondió: «Les digo que, si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40). Humildad no significa negar la realidad, y Jesús es realmente el Mesías, el Rey.
Pero al mismo tiempo, el corazón de Cristo está en otro camino, en el camino santo que solo él y el Padre conocen: el que va de la «condición de Dios» a la «condición de esclavo», el camino de la humillación en la obediencia «hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,6-8). Él sabe que para lograr el verdadero triunfo debe dejar espacio a Dios; y para dejar espacio a Dios solo hay un modo: el despojarse, el vaciarse de sí mismo. Callar, rezar, humillarse. Con la cruz no se puede negociar, o se abraza o se rechaza. Y con su humillación, Jesús quiso abrirnos el camino de la fe y precedernos en él.
Tras él, la primera que lo ha recorrido fue su madre, María, la primera discípula. La Virgen y los santos han tenido que sufrir para caminar en la fe y en la voluntad de Dios. Ante los duros y dolorosos acontecimientos de la vida, responder con fe cuesta «una particular fatiga del corazón» (cf. S. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris Mater, 17). Es la noche de la fe. Pero solo de esta noche despunta el alba de la resurrección. Al pie de la cruz, María volvió a pensar en las palabras con las que el Ángel le anunció a su Hijo: «Será grande […]; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin» (Lc 1,32-33). En el Gólgota, María se enfrenta a la negación total de esa promesa: su Hijo agoniza sobre una cruz como un criminal. Así, el triunfalismo, destruido por la humillación de Jesús, fue igualmente destruido en el corazón de la Madre; ambos supieron callar.
Precedidos por María, innumerables santos y santas han seguido a Jesús por el camino de la humildad y la obediencia. Hoy, Jornada Mundial de la Juventud, quiero recordar a tantos santos y santas jóvenes, especialmente a aquellos “de la puerta de al lado”, que solo Dios conoce, y que a veces a él le gusta revelarnos por sorpresa. Queridos jóvenes, no se averguencen de mostrar su entusiasmo por Jesús, de gritar que él vive, que es vuestra vida. Pero al mismo tiempo, no tengáis miedo de seguirlo por el camino de la cruz. Y cuando sientan que les pide que renuncien a ustedes mismos, que se despojen de sus seguridades, que se confíen por completo al Padre que está en los cielos, entonces alégrense y regocíjense. Están en el camino del Reino de Dios.
Aclamaciones de fiesta y furia feroz; el silencio de Jesús en su Pasión es impresionante. Vence también a la tentación de responder, de ser “mediático”. En los momentos de oscuridad y de gran tribulación hay que callar, tener el valor de callar, siempre que sea un callar manso y no rencoroso. La mansedumbre del silencio hará que parezcamos aún más débiles, más humillados, y entonces el demonio, animándose, saldrá a la luz. Será necesario resistirlo en silencio, “manteniendo la posición”, pero con la misma actitud que Jesús. Él sabe que la guerra es entre Dios y el Príncipe de este mundo, y que no se trata de poner la mano en la espada, sino de mantener la calma, firmes en la fe. Es la hora de Dios. Y en la hora en que Dios baja a la batalla, hay que dejarlo hacer. Nuestro puesto seguro estará bajo el manto de la Santa Madre de Dios. Y mientras esperamos que el Señor venga y calme la tormenta (cf. Mc 4,37-41), con nuestro silencioso testimonio en oración, nos damos a nosotros mismos y a los demás razón de nuestra esperanza (cf. 1 P 3,15). Esto nos ayudará a vivir en la santa tensión entre la memoria de las promesas, la realidad del ensañamiento presente en la cruz y la esperanza de la resurrección.
(Homilía, Domingo de Ramos, 14 de abril 2019)
V/ Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R/ Porque con tu santa cruz redimiste al mundo
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