Queridos hermanos y hermanas, que el Espíritu Santo nos anime durante esta Cuaresma en nuestra escalada con Jesús, para que experimentemos su resplandor divino y así, fortalecidos en la fe, prosigamos juntos el camino con Él, gloria de su pueblo y luz de las naciones.
papa Francisco
mensaje de cuaresma, 2023
Queridos amigos,
Como cada año, nos acercamos a ustedes con este compilado de las reflexiones del Santo Padre Francisco, en este caso, para vivir la Cuaresma, este tiempo fuerte que comenzamos a transitar hoy, Miércoles de Ceniza (22 de febrero, 2023).
Los llamados ‘tiempos fuertes’, como lo es también el Adviento, son momentos en los que estamos llamados a una profunda conversión, a la renovación. La Cuaresma es un momento propicio para vivirlo a pleno como “un tiempo de gracia, para acoger la mirada amorosa de Dios sobre nosotros y, sintiéndonos mirados así, cambiar de vida.” (1).
En su Mensaje de Cuaresma para este 2023, Ascesis cuaresmal, un camino sinodal, el Papa Francisco hace especial hincapié en el Evangelio de la Transfiguración (que leemos anualmente cada Domingo II de Cuaresma), como proceso para encarar el camino cuaresmal, a nivel personal, comunitario… eclesial. El Santo Padre dice que “en efecto, en este tiempo litúrgico el Señor nos toma consigo y nos lleva a un lugar apartado. Aun cuando nuestros compromisos diarios nos obliguen a permanecer allí donde nos encontramos habitualmente, viviendo una cotidianidad a menudo repetitiva y a veces aburrida, en Cuaresma se nos invita a “subir a un monte elevado” junto con Jesús, para vivir con el Pueblo santo de Dios una experiencia particular de ascesis.” (2)
Francisco habla de la ascesis cuaresmal como un compromiso animado siempre por la gracia (2) que nos ayuda a reconocer nuestras debilidades y la renuencia que a menudo manifestamos en el seguimiento de Jesús hacia el Gólgota. Es por ello que, como Pedro, Santiago y Juan – los discípulos tomados por el Señor para acompañarlo en el Tabor – nosotros estamos llamados a dejarnos llevar por Él a ese lugar apartado, y así, dejarnos transformar, en lo personal y como comunidad de creyentes, teniendo a Jesús como nuestro modelo…. La subida, el esfuerzo, la exigencia del camino nos llevan a la meta que es la de contemplar la gloria de Jesús transfigurado y resucitado, siempre y cuando tengamos puesta nuestra mirada sólo en Él, abriéndonos confiados al misterio de salvación.
El Papa resalta en su mensaje dos movimientos o caminos importantes en este proceso. El primero, la voz del Padre que nos insta a escuchar a su Hijo transfigurado (Mt 17,2). Recordemos que el Señor nos habla siempre mediante su Palabra y su meditación diaria nos ayuda a discernir su voluntad para nosotros y para su Iglesia. A nivel comunitario, el ser receptivos a las voces de nuestros hermanos es también escuchar la voz de Cristo. (2)
El segundo movimiento propuesto es no tener miedo (Mt 17, 5). Este es el momento para tomar conciencia que esta ‘subida’ no es el final del camino, sino un proceso de preparación para vivir la pasión y la cruz con fe, esperanza y amor, para llegar a la resurrección. (2)
En todo momento, camino o movimiento que recorremos sabemos que, y no solo en este camino cuaresmal en particular sino siempre, estamos acompañados por Quien es el Camino, la Verdad y la Vida… y así es como vivimos nuestra fe, nunca aislados, sino en comunidad, con toda la Iglesia… con Cristo a la cabeza. Dejémonos, entonces, conducir por Jesús, en este “retiro” a nuestro Tabor, en el silencio de lo más profundo de nuestro corazón, y con los ojos fijos en el Crucificado, podamos experimentar su resplandor divino y así, fortalecidos en la fe, proseguir juntos el camino con Él, gloria de su pueblo y luz de las naciones. (2)
Unidos en oración, deseamos para todos nuestros lectores que esta Cuaresma sea un tiempo de profundo y cercano encuentro con el Señor, que este sea un verdadero tiempo de gracia. Que en nuestra oración pidamos con confianza la gracia de abrir el corazón para tomar conciencia de la compasión y del amor inagotable que nuestro Padre Celestial tiene por cada uno de nosotros, sus hijos tan amados.
Que, en este andar de 40 días, donde estamos invitados a reconocer nuestra fragilidad, a reconciliarnos con Dios, a experimentar el abrazo del Padre en la confesión (*), la genuina y trascendente renovación que sana y libera, seamos presencia a través de la limosna, el ayuno y la oración, en la vida de nuestras familias, de nuestros hermanos, de nuestro prójimo, realizando así el sueño de Dios, para amar. (*)
Para que cada día de esta Cuaresma, sea un paso del polvo a la vida de nuestra frágil humanidad a la humanidad de Jesús, que nos sana. Podemos ponernos delante del Crucifijo, quedarnos allí, mirar y repetir: “Jesús, tú me amas, transfórmame… Jesús, tú me amas, transfórmame…”. (*)
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Dejémonos reconciliar para vivir como hijos amados, como pecadores perdonados, como enfermos sanados, como caminantes acompañados. Dejémonos amar para amar. Dejémonos levantar para caminar hacia la meta, la Pascua. Tendremos la alegría de descubrir que Dios nos resucita de nuestras cenizas. (*)
(1) tomados de la homilía del Miércoles de Ceniza, 26 de febrero 2020
https://www.vatican.va/content/francesco/es/homilies/2020/documents/papa-francesco_20200226_omelia-ceneri.html
(2) Mensaje de Cuaresma 2023
(Cada meditación comienza, a manera de prólogo, con una monición preparada por nuestro Equipo de Liturgia y, a continuación, ofrecemos las reflexiones del Santo Padre que fueron tomadas de los Ángelus de la Cuaresma del 2017 y 2020 y la Homilía del Domingo de Ramos 2020.)
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Primer Domingo
Jesús ayuna durante cuarenta días y es tentado
El pasado miércoles, Miércoles de Ceniza, comenzamos el derrotero cuaresmal, la marcha hacia la Pascua. El color de este tiempo es el morado, que simboliza la atmósfera de penitencia y austeridad propia de la Cuaresma.
Adentrándonos de los padecimientos de Cristo hacemos carne propia los sufrimientos de nuestros hermanos, y a lo largo de estos 40 días somos interpelados una y otra vez a reconocernos frágiles, a renovarnos en la compasión sanadora de Dios. En este caminar, estamos invitados a través de las prácticas del ayuno, la oración y la limosna, a dar respuestas de amor a las necesidades de los que nos rodean, respuestas solidarias que emanan de un corazón que siente el ardiente deseo de renacer en el seno amoroso de nuestro Padre Celestial.
En la liturgia de este Domingo I del tiempo de Cuaresma, a través del relato del Evangelio sobre las tentaciones que Jesús sufrió en el desierto, somos también invitados a confrontar las voces que una y otra vez nos seducen para alejarnos del camino del Señor.
Pidamos en esta Eucaristía, la gracia de la fortaleza que Jesús hoy nos quiere regalar para discernir cuales de estos deseos nos llevan hacia la destrucción, y cuáles de ellos son buenos y constructivos y que emanan de una íntima y sincera relación con el Padre.
Gn 2, 7-9; 3, 1-7
Sal 50, 3-6a. 12-14. 17
Rom 5, 12-19
Mt 4, 1-11
Reflexión del Papa Francisco
En este primer domingo de Cuaresma, el Evangelio (cf. Mateo 4, 1-11) relata que Jesús, después de su bautismo en el río Jordán, «fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo» (v. 1). Se prepara para comenzar su misión como anunciador del Reino de los Cielos y, como Moisés y Elías (cf. Éxodo 24, 18; I Reyes 19, 8) en el Antiguo Testamento, lo hace con un ayuno de cuarenta días. Entra en “Cuaresma”.
Al final de este período de ayuno, el tentador, el diablo, irrumpe e intenta poner a Jesús en dificultades tres veces. La primera tentación se inspira en el hecho de que Jesús tiene hambre; el diablo le sugiere: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes» (v. 3). Un desafío. Pero la respuesta de Jesús es clara: «Está escrito: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (4, 4). Hace referencia a Moisés, cuando recuerda al pueblo el largo viaje realizado en el desierto, en el que aprendió que su vida depende de la Palabra de Dios (cf. Deuteronomio 8, 3).
Entonces el diablo lo intenta por segunda vez (vv. 5-6), se hace aún más astuto, citando las Sagradas Escrituras él mismo. La estrategia es clara: si tienes tanta confianza en el poder de Dios, entonces experiméntalo, ya que la propia Escritura afirma que serás socorrido por los ángeles (v. 6). Pero, incluso en este caso, Jesús no se deja confundir, porque quien cree sabe que a Dios no se le somete a prueba, sino que se confía en su bondad. Por lo tanto, a las palabras de la Biblia, interpretadas instrumentalmente por Satanás, Jesús responde con otra cita: «También está escrito: No tentarás al Señor tu Dios» (v. 7).
Finalmente, el tercer intento (vv. 8-9) revela el verdadero pensamiento del diablo: como la venida del Reino de los Cielos marca el comienzo de su derrota, el maligno quiere desviar a Jesús de su misión, ofreciéndole una perspectiva de mesianismo político. Pero Jesús rechaza la idolatría del poder y la gloria humana y, al final, expulsa al tentador diciéndole «Apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a él darás culto» (v. 10). Y en este punto, los ángeles se acercaron a Jesús, fiel a la consigna del Padre, para servirle (cf. v. 11).
Esto nos enseña una cosa: Jesús no dialoga con el diablo. Jesús responde al diablo con la Palabra de Dios, no con su palabra. En la tentación muchas veces empezamos a dialogar con la tentación, a dialogar con el diablo: “Sí, pero puedo hacer esto…, luego me confieso, luego esto, luego lo otro…”. Nunca se habla con el diablo. Jesús hace dos cosas con el diablo: lo expulsa o, como en este caso, responde con la Palabra de Dios. Tengan cuidado: nunca dialoguen con la tentación, nunca dialoguen con el diablo.
También hoy Satanás irrumpe en la vida de las personas para tentarlas con sus propuestas tentadoras; mezcla las suyas con las muchas voces que tratan de domar la conciencia. Desde muchos lugares llegan mensajes que invitan a la gente a “dejarse tentar” para experimentar la embriaguez de la transgresión. La experiencia de Jesús nos enseña que la tentación es el intento de tomar caminos alternativos a los de Dios: “Pero haz esto, no hay ningún problema, ¡luego Dios te perdona! Pero tómate un día de alegría…” – “¡Pero es un pecado!” – “No, no es nada”. Caminos alternativos, caminos que nos dan la sensación de autosuficiencia, de disfrutar de la vida como un fin en sí misma. Pero todo esto es ilusorio: pronto nos damos cuenta de que cuanto más nos alejamos de Dios, más impotentes y desamparados nos sentimos ante los grandes problemas de la existencia.
Que la Virgen María, la Madre de Aquel que quebró la cabeza a la serpiente, nos ayude en este tiempo de Cuaresma a estar vigilantes ante las tentaciones, a no someternos a ningún ídolo de este mundo, a seguir a Jesús en la lucha contra el mal; y también nosotros saldremos vencedores como Jesús.
(Ángelus, 1 de marzo 2020)
V/ Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R/ Porque con tu santa cruz redimiste al mundo
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Segundo Domingo
Su rostro resplandecía como el sol
Puede decirse que toda la vida cristiana es una Cuaresma: atravesar el desierto de las dificultades y las tentaciones que nos acechan momento a momento no es nada fácil.
Enfrentados con las encrucijadas y desencantos de la vida, tendemos a escoger el camino más fácil, el menos peligroso. Podríamos, por lo tanto, hacernos eco de las palabras que Pedro le dice a Jesús en el Evangelio de hoy, “Señor, ¡qué bien estamos aquí!”.
Pero las lecturas de la liturgia de este Domingo II del Tiempo de Cuaresma, nos presentan los ejemplos de Abraham y el de Pablo, quienes ante lo incierto y ante el peligro, escuchan y confían en la gracia salvadora, en la promesa de vida.
Pidamos al Señor en esta Eucaristía la gracia de vivir vidas transformadas a la luz de la transfiguración, de siempre escuchar y confiar plenamente en Jesús, el Hijo predilecto.
Gn 12, 1-4a
Sal 32, 4-5. 18-20. 22
2Tim 1, 8b-10
Mt 17, 1-9
Reflexión del Papa Francisco
El Evangelio de este segundo domingo de Cuaresma nos presenta la narración de la Transfiguración de Jesús (cf. Mateo 17, 1-9). Se lleva aparte a tres apóstoles: Pedro, Santiago y Juan, Él subió con ellos a un monte alto, y allí ocurrió este singular fenómeno: el rostro de Jesús «se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (v. 2). De tal manera el Señor hizo resplandecer en su misma persona la gloria divina que se podía percibir con la fe en su predicación y en sus gestos milagrosos. Y la transfiguración es acompañada, en el monte, con la aparición de Moisés y de Elías, «que conversaban con él» (v. 3).
La “luminosidad” que caracteriza este evento extraordinario simboliza el objetivo: iluminar las mentes y los corazones de los discípulos para que puedan comprender claramente quién es su Maestro. Es un destello de luz que se abre de repente sobre el misterio de Jesús e ilumina toda su persona y toda su historia.
Ya en marcha hacia Jerusalén, donde deberá padecer la condena a muerte por crucifixión, Jesús quiere preparar a los suyos para este escándalo —el escándalo de la cruz—, para este escándalo demasiado fuerte para su fe y, al mismo tiempo, preanunciar su resurrección, manifestándose como el Mesías, el Hijo de Dios. Y Jesús les prepara para ese momento triste y de tanto dolor. En efecto, Jesús estaba demostrando ser un Mesías diverso respecto a lo que se esperaba, a lo que ellos imaginaban sobre el Mesías, como fuese el Mesías: no un rey potente y glorioso, sino un siervo humilde y desarmado; no un señor de gran riqueza, signo de bendición, sino un hombre pobre que no tiene donde apoyar su cabeza; no un patriarca con numerosa descendencia, sino un célibe sin casa ni nido. Es de verdad una revelación de Dios invertida, y el signo más desconcertante de esta escandalosa inversión es la cruz. Pero precisamente a través de la cruz Jesús alcanzará la gloriosa resurrección, que será definitiva, no como esta transfiguración que duró un momento, un instante.
Jesús transfigurado sobre el monte Tabor quiso mostrar a sus discípulos su gloria no para evitarles pasar a través de la cruz, sino para indicar a dónde lleva la cruz. Quien muere con Cristo, con Cristo resurgirá. Y la cruz es la puerta de la resurrección. Quien lucha junto a Él, con Él triunfará. Este es el mensaje de esperanza que la cruz de Jesús contiene, exhortando a la fortaleza en nuestra existencia. La Cruz cristiana no es un ornamento de la casa o un adorno para llevar puesto, la cruz cristiana es un llamamiento al amor con el cual Jesús se sacrificó para salvar a la humanidad del mal y del pecado. En este tiempo de Cuaresma, contemplamos con devoción la imagen del crucifijo, Jesús en la cruz: ese es el símbolo de la fe cristiana, es el emblema de Jesús, muerto y resucitado por nosotros. Hagamos que la cruz marque las etapas de nuestro itinerario cuaresmal para comprender cada vez más la gravedad del pecado y el valor del sacrificio con el cual el Redentor nos ha salvado a todos nosotros. La Virgen Santa supo contemplar la gloria de Jesús escondida en su humanidad. Nos ayude a estar con Él en la oración silenciosa, a dejarnos iluminar por su presencia, para llevar en el corazón, a través de las noches más oscuras, un reflejo de su gloria.
(Ángelus, 12 de marzo 2017)
V/ Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R/ Porque con tu santa cruz redimiste al mundo
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Tercer Domingo
El manantial que brotará hasta la vida eterna
Todos experimentamos en el corazón una sed profunda de vivir, de amar, de ser feliz. Pasamos cada momento de nuestra vida tratando de saciar esa sed, y en muchas ocasiones lo hacemos bebiendo de pozos con aguas que nos dejan un sabor amargo.
En este Domingo III del tiempo de Cuaresma, Jesús, dialogando con la mujer samaritana se presentará como ‘Agua Viva’, la única capaz de saciar toda nuestra sed sea cual fuere su naturaleza. El agua, elemento imprescindible para la vida, recorre toda la liturgia de hoy. Y así de imprescindible es la presencia de Jesús para la vida nueva que Dios quiere darnos en virtud de la Pascua de Cristo.
Confiados en el amor compasivo y fuente de todo bien, que es nuestro Padre Eterno, pidamos en esta Eucaristía el vaciar la tinaja de nuestro corazón para recibir a Jesús, el Agua de Vida, el verdadero, eterno e inagotable manantial que sacia nuestra sed.
Éx 17, 1-7
Sal 94, 1-2. 6-9
Rom 5, 1-2. 5-8
Mt 4, 5-42
Reflexión del Papa Francisco
El Evangelio de este domingo, el tercero de Cuaresma, nos presenta el diálogo de Jesús con la samaritana (cf. Juan 4, 5-42). El encuentro tiene lugar mientras Jesús atravesaba Samaria, región entre Judea y Galilea, habitada por gente que los judíos despreciaban, considerándoles cismáticos y heréticos. Pero precisamente esta población será una de las primeras en adherir a la predicación cristiana de los apóstoles. Mientras que los discípulos van al pueblo a buscar comida, Jesús se queda junto un pozo y pide a una mujer, que había ido allí para recoger agua, que le dé de beber. Y de esta petición comienza un diálogo. «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?». Jesús responde: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: “dame de beber”, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva […] el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna» (vv. 10-14).
Ir al pozo por agua es cansado y aburrido; ¡sería bonito tener a disposición una fuente brotando! Pero Jesús habla de un agua diferente. Cuando la mujer se da cuenta que el hombre con el que está hablando es un profeta, le confía la propia vida y le plantea cuestiones religiosas. Su sed de afecto y de vida plena no ha sido apagada por los cinco maridos que ha tenido, es más, ha experimentado desilusiones y engaños. Por eso la mujer queda impresionada del gran respeto que Jesús tiene por ella cuando Él le habla incluso de la verdadera fe, como relación con Dios Padre «en espíritu y verdad», entonces intuye que ese hombre podría ser el Mesías y Jesús —algo rarísimo— lo confirma: «yo soy, el que está hablando» (v. 26). Él dice que es el Mesías a una mujer que tenía una vida tan desordenada.
Queridos hermanos, el agua que dona la vida eterna ha sido derramada en nuestros corazones en el día de nuestro Bautismo; entonces Dios nos ha transformado y llenado de su gracia. Pero puede darse que este gran don lo hemos olvidado, o reducido a un mero dato personal; y quizá vamos en busca de “pozos” cuyas aguas no nos sacian. Cuando olvidamos el agua verdadera, buscamos pozos que no tienen aguas limpias. ¡Entonces este Evangelio es precisamente para nosotros! No solo para la samaritana, para nosotros. Jesús nos habla como a la samaritana. Cierto, nosotros ya lo conocemos, pero quizá todavía no lo hemos encontrado personalmente. Sabemos quién es Jesús, pero quizá no lo hemos encontrado personalmente, hablando con Él, y no lo hemos reconocido todavía como nuestro Salvador. Este tiempo de Cuaresma es una buena ocasión para acercarse a Él, encontrarlo en la oración en un diálogo de corazón a corazón, hablar con Él, escucharle; es una buena ocasión para ver su rostro también en el rostro de un hermano y de una hermana que sufre. De esta forma podemos renovar en nosotros la gracia del Bautismo, saciar nuestra sed en la fuente de la Palabra de Dios y de su Espíritu Santo; y así descubrir también la alegría de convertirse en artífices de reconciliación e instrumentos de paz en la vida cotidiana.
La Virgen María nos ayude a recurrir constantemente a la gracia, a esa agua que mana de la roca que es Cristo Salvador, para que podamos profesar con convicción nuestra fe y anunciar con alegría las maravillas del amor de Dios, misericordioso y fuente de todo bien.
(Ángelus, 19 de marzo 2017)
V/ Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R/ Porque con tu santa cruz redimiste al mundo
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Cuarto Domingo
Fue, se lavó y vio
¡Cuán vital es, queridos hermanos, el don de la vista!
¡Qué importante es la luz para poder orientarnos en la oscuridad y, cuan a menudo, lo subestimamos!
En este Domingo IV del tiempo de Cuaresma, también llamado de Laetare – (que significa ‘regocijo’) las lecturas de la liturgia nos invitan a llenarnos de gozo al considerar los dones que Dios nos otorga cada día, en este caso, la vista.
En el Evangelio Jesús, revelando la infinita misericordia del Padre, devuelve la vista y la dignidad de hijo bien amado de Dios a un ciego de nacimiento y se presenta como aquel que vino al mundo “para que vean los que no ven.”
En el corazón de la Cuaresma, la Iglesia ya vislumbra “la Luz de Cristo” que brillará en la vigilia pascual, por ello esta invitación a alegrarnos renovando nuestra fe en Jesús, como dice hoy San Pablo, a “vivir como hijos de la luz”.
Pidamos en esta Eucaristía, el abrir los ojos del corazón a la compasión de Dios, para no solo recibir la luz sino también, como dice el Santo Padre Francisco, el convertirnos en luz y así revelar y confesar con fe a Jesús, Luz del Mundo, en todo momento y entre todos nuestros hermanos.
Sam 16, 1b. 5b-7. 10-13a.
Sal 22, 1-6
Ef 5, 8-14
Jn 9, 1-41
Reflexión del Papa Francisco
El tema de la luz ocupa el centro de la liturgia de este cuarto domingo de Cuaresma. El Evangelio (cfr. Juan 9,1-41) nos cuenta el episodio de un hombre ciego de nacimiento, al que Jesús le devuelve la vista. Este signo milagroso es la confirmación de la declaración de Jesús que dice de Sí mismo: «Soy la luz del mundo» (v. 5), la luz que ilumina nuestras tinieblas. Así es Jesús, irradia su luz en dos niveles, uno físico y uno espiritual: primero, el ciego recibe la vista de los ojos y, luego, es conducido a la fe en el «Hijo del hombre» (v. 35), es decir, en Jesús. Es un itinerario. Sería bonito que hoy tomasen todos ustedes el Evangelio de San Juan, capítulo nueve, y leyesen este pasaje: es tan bello y nos hará tanto bien leerlo otra vez, o incluso dos veces. Los prodigios que Jesús lleva a cabo no son gestos espectaculares, sino que tienen la finalidad de conducir a la fe a través de un camino de transformación interior.
Los doctores de la ley —que estaban allí, un grupo de ellos— se obstinan en no admitir el milagro, y hacen preguntas maliciosas al hombre curado. Pero él los desconcierta con la fuerza de la realidad: «Sólo sé una cosa: que era ciego y ahora veo» (v. 25). Entre la desconfianza y la hostilidad de los que lo rodean y lo interrogan incrédulos, él recorre un itinerario que lo lleva poco a poco a descubrir la identidad de Aquél que le ha abierto los ojos y a confesar su fe en Él. Al principio cree que es un profeta (cfr. v. 17); luego lo reconoce como a alguien que viene de Dios (cfr. v. 33); finalmente, lo acepta como el Mesías y se postra ante Él (cfr. vv. 36-38). Ha entendido que, dándole la vista, Jesús ha “manifestado las obras de Dios” (cfr. v. 3).
¡Ojalá tengamos nosotros esta experiencia! Con la luz de la fe, aquel que era ciego descubre su nueva identidad. Es, ahora, una “nueva criatura”, capaz de ver su vida y el mundo que lo rodea con una nueva luz, porque ha entrado en comunión con Cristo, ha entrado en otra dimensión. Ya no es un mendigo marginado por la comunidad; ya no es esclavo de la ceguera y los prejuicios. Su camino de iluminación es una metáfora del camino de liberación del pecado al que estamos llamados. El pecado es como un oscuro velo que cubre nuestro rostro y nos impide ver con claridad tanto a nosotros como al mundo; el perdón del Señor quita esta capa de sombra y tiniebla y nos da una nueva luz. Que la Cuaresma que estamos viviendo sea un tiempo oportuno y valioso para acercarnos al Señor, pidiendo su misericordia, en las diversas formas que nos propone la Madre Iglesia.
El ciego curado, que ahora ve, sea con los ojos del cuerpo que con los del alma, es una imagen de cada bautizado que, inmerso en la Gracia, ha sido arrebatado a las tinieblas y puesto bajo la luz de la fe. Pero no es suficiente recibir la luz: hay que convertirse en luz. Cada uno de nosotros está llamado a acoger la luz divina para manifestarla con toda su vida. Los primeros cristianos, los teólogos de los primeros siglos, decían que la comunidad de los cristianos, es decir, la Iglesia, es el “misterio de la luna”, porque daba luz pero no era una luz propia, era la luz que recibía de Cristo. Nosotros también debemos ser el “misterio de la luna”: dar la luz recibida del sol, que es Cristo, el Señor. San Pablo nos lo recuerda hoy: «Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad» (Efesios 5, 8-9). La semilla de la nueva vida puesta en nosotros en el Bautismo es como la chispa de un fuego, que a los primeros que purifica es a nosotros, quemando el mal que llevamos en el corazón, y nos permite que brillemos e iluminemos con la luz de Jesús.
Que María Santísima nos ayude a imitar al hombre ciego del Evangelio, para que así podamos inundarnos con la luz de Cristo y encaminarnos con Él por el camino de la salvación.
(Ángelus, 22 de marzo 2020)
V/ Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R/ Porque con tu santa cruz redimiste al mundo
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Domingo Quinto
Yo soy la resurrección y la vida
Hoy, Domingo V del tiempo de Cuaresma es la semana previa a Semana Santa. El próximo Domingo, Domingo de Ramos, subiremos con Jesús a Jerusalén y lo aclamaremos con los ramos bien en alto.
En las lecturas de la liturgia de hoy, la muerte y la vida se encuentran frente a frente. Lázaro ha muerto, pero Cristo nos dice “Yo soy la resurrección y la vida” y venciendo a la muerte, resucita a Lázaro. Y, qué grande es la propuesta que Cristo nos hace: el resucitar, el levantarnos de la tumba de una vida sin sentido para caminar en una nueva vida junto a Él, ¡esa vida que él nos ganó con su muerte y resurrección!
En esta Eucaristía pidamos la gracia de, como nos dice el Papa Francisco, quitar la piedra de nuestros corazones, haciéndonos dóciles al accionar del Espíritu, para realizar la intención amorosa del Padre al crearnos, para caminar en la vida como una nueva criatura: una criatura para la vida y que camina hacia la vida.
Y si el Espíritu de Aquél que resucitó a Jesús habita en ustedes,
el que resucitó a Cristo Jesús también dará vida a sus cuerpos mortales,
por medio del mismo Espíritu que habita en ustedes.
Rm 8, 11
Ez 37, 12-14
Sal 129, 1-5. 6c-8
Rm 8, 8-11
Jn 11, 1-45
Reflexión del Papa Francisco
El Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma es el de la Resurrección de Lázaro (cf. Juan 11, 1-45). Lázaro era el hermano de Marta y María; eran muy amigos de Jesús. Cuando Jesús llegó a Betania, Lázaro llevaba ya cuatro días muerto; Marta corrió al encuentro del Maestro y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano» (v. 21). Jesús le responde: «Tu hermano resucitará» (v. 23); y añade: «Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá» (v. 25). Jesús se muestra como el Señor de la vida, el que es capaz de dar vida incluso a los muertos.
Luego llegan María y otras personas, todas en lágrimas, y entonces Jesús —dice el Evangelio— «se conmovió interiormente y […] se echó a llorar» (vv. 33, 35). Con esta amargura en su corazón, va al sepulcro, da gracias al Padre que siempre le escucha, hace abrir la tumba y grita con fuerte voz: «¡Lázaro, sal fuera!». (v. 43). Y Lázaro salió «atado de pies y manos con vendas, y envuelto el rostro en un sudario» (v. 44).
Aquí sentimos claramente que Dios es vida y da vida, pero asume el drama de la muerte. Jesús podría haber evitado la muerte de su amigo Lázaro, pero quiso hacer suyo nuestro dolor por la muerte de nuestros seres queridos y, sobre todo, quiso mostrar el dominio de Dios sobre la muerte. En este pasaje del Evangelio vemos que la fe del hombre y la omnipotencia de Dios, el amor de Dios, se buscan y, finalmente, se encuentran. Es como un doble camino: la fe del hombre y la omnipotencia del amor de Dios se buscan y finalmente se encuentran. Lo vemos en el grito de Marta y María y todos nosotros con ellas: “¡Si hubieras estado aquí!…”. Y la respuesta de Dios no es un discurso, no, la respuesta de Dios al problema de la muerte es Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida… ¡Tengan fe! En medio del llanto sigan teniendo fe, aunque la muerte parezca haber vencido. ¡Quiten la piedra de su corazón! Que la Palabra de Dios devuelva la vida allí donde hay muerte”.
También hoy nos repite Jesús: “Quiten la piedra”: Dios no nos ha creado para la tumba, nos ha creado para la vida, bella, buena, alegre. Pero «por envidia del diablo entró la muerte en el mundo» (Sabiduría 2, 24), dice el libro de la Sabiduría, y Jesucristo ha venido a liberarnos de sus lazos.
Por lo tanto, estamos llamados a quitar las piedras de todo lo que sabe a muerte: por ejemplo, la hipocresía con la que vivimos la fe es la muerte; la crítica destructiva hacia los demás es la muerte; la ofensa, la calumnia, son la muerte; la marginación de los pobres es la muerte. El Señor nos pide que quitemos estas piedras de nuestros corazones, y la vida volverá a florecer a nuestro alrededor. Cristo vive, y quien lo acoge y se adhiere a Él entra en contacto con la vida. Sin Cristo, o fuera de Cristo, no sólo no hay vida, sino que se recae en la muerte.
La resurrección de Lázaro es también un signo de la regeneración que tiene lugar en el creyente a través del Bautismo, con la plena inserción en el Misterio Pascual de Cristo. Gracias a la acción y al poder del Espíritu Santo, el cristiano es una persona que camina en la vida como una nueva criatura: una criatura para la vida y que camina hacia la vida.
Que la Virgen María nos ayude a ser tan compasivos como su Hijo Jesús, que hizo suyo nuestro dolor. Que cada uno de nosotros esté cerca de los que están en la prueba, convirtiéndose para ellos en un reflejo del amor y la ternura de Dios, que libra de la muerte y hace vencer la vida.
(Ángelus, 29 de marzo 2020)
V/ Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R/ Porque con tu santa cruz redimiste al mundo
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Domingo de Ramos
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
Con el Domingo de Ramos, comenzamos a transitar la Semana Santa, la semana más importante para todos nosotros como creyentes. Hoy, a través de la oración y con el corazón, subimos con Jesús hacia su entrada triunfal a Jerusalén. Desde hoy, y en los días subsiguientes, vamos a caminar junto a Él, acompañándolo en el dolor de la traición del amigo a la celebración de la Pascua junto sus discípulos, asistiendo y orando con ellos en ese momento en que Jesús instituye la Eucaristía y nos insta a hacer “esto en conmemoración” suya.
Lo seguiremos hasta los momentos amargos en los que todos, – con excepción de su Madre, el Discípulo Amado, un puñado de fieles, y las mujeres que siempre lo acompañaron – todos parecen haber desaparecido: lo traicionan, lo niegan, lo abandonan…. Ahí contemplaremos, en oración, Su cuerpo destrozado, después del horrible sufrimiento en la Cruz, y su sangre derramada por todos nosotros, la sangre de la alianza nueva y eterna de Dios con su Pueblo.
Que, con un corazón abierto y anhelante del perdón amoroso de Dios, después de este caminar cuaresmal que hoy concluimos, podamos morir junto a Jesús en la Cruz, morir a todo aquello que nos aleja de la vida nueva y liberadora en Él, sabiéndonos contenidos, consolados y sostenidos en su amor.
Para que refugiados en los brazos de Jesús extendidos en la Cruz, y mirando al Crucificado, sintamos su fuerza que nos anima al servicio hacia los demás, a gastar la vida, interpelándonos a ser presencia viva y concreta ante el dolor, pues como Cristo nos enseñó el camino del servicio es el que triunfa, el que nos salvó y nos salva, nos salva la vida. (Papa Francisco, Domingo de Ramos 2020).
Mt 21, 1-11
Is 50, 4-7
Sal 21, 8-9. 17-18a. 19-20. 23-24
Flp 2, 6-11
Mt 26, 2-5. 14––27, 66
Reflexión del Papa Francisco
Jesús «se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo» (Flp 2,7). Con estas palabras del apóstol Pablo, dejémonos introducir en los días santos, donde la Palabra de Dios, como un estribillo, nos muestra a Jesús como siervo: el siervo que lava los pies a los discípulos el Jueves santo; el siervo que sufre y que triunfa el Viernes santo (cf. Is 52,13); y mañana, Isaías profetiza sobre Él: «Mirad a mi Siervo, a quien sostengo» (Is 42,1). Dios nos salvó sirviéndonos. Normalmente pensamos que somos nosotros los que servimos a Dios. No, es Él quien nos sirvió gratuitamente, porque nos amó primero. Es difícil amar sin ser amados, y es aún más difícil servir si no dejamos que Dios nos sirva.
Pero, una pregunta: ¿Cómo nos sirvió el Señor? Dando su vida por nosotros. Él nos ama, puesto que pagó por nosotros un gran precio. Santa Ángela de Foligno aseguró haber escuchado de Jesús estas palabras: «No te he amado en broma». Su amor lo llevó a sacrificarse por nosotros, a cargar sobre sí todo nuestro mal. Esto nos deja con la boca abierta: Dios nos salvó dejando que nuestro mal se ensañase con Él. Sin defenderse, sólo con la humildad, la paciencia y la obediencia del siervo, simplemente con la fuerza del amor. Y el Padre sostuvo el servicio de Jesús, no destruyó el mal que se abatía sobre Él, sino que lo sostuvo en su sufrimiento, para que sólo el bien venciera nuestro mal, para que fuese superado completamente por el amor. Hasta el final.
El Señor nos sirvió hasta el punto de experimentar las situaciones más dolorosas de quien ama: la traición y el abandono.
La traición. Jesús sufrió la traición del discípulo que lo vendió y del discípulo que lo negó. Fue traicionado por la gente que lo aclamaba y que después gritó: «Sea crucificado» (Mt 27,22). Fue traicionado por la institución religiosa que lo condenó injustamente y por la institución política que se lavó las manos. Pensemos en las traiciones pequeñas o grandes que hemos sufrido en la vida. Es terrible cuando se descubre que la confianza depositada ha sido defraudada. Nace tal desilusión en lo profundo del corazón que parece que la vida ya no tuviera sentido. Esto sucede porque nacimos para amar y ser amados, y lo más doloroso es la traición de quién nos prometió ser fiel y estar a nuestro lado. No podemos ni siquiera imaginar cuán doloroso haya sido para Dios, que es amor.
Examinémonos interiormente. Si somos sinceros con nosotros mismos, nos daremos cuenta de nuestra infidelidad. Cuánta falsedad, hipocresía y doblez. Cuántas buenas intenciones traicionadas. Cuántas promesas no mantenidas. Cuántos propósitos desvanecidos. El Señor conoce nuestro corazón mejor que nosotros mismos, sabe que somos muy débiles e inconstantes, que caemos muchas veces, que nos cuesta levantarnos de nuevo y que nos resulta muy difícil curar ciertas heridas. ¿Y qué hizo para venir a nuestro encuentro, para servirnos? Lo que había dicho por medio del profeta: «Curaré su deslealtad, los amaré generosamente» (Os 14,5). Nos curó cargando sobre sí nuestra infidelidad, borrando nuestra traición. Para que nosotros, en vez de desanimarnos por el miedo al fracaso, seamos capaces de levantar la mirada hacia el Crucificado, recibir su abrazo y decir: “Mira, mi infidelidad está ahí, Tú la cargaste, Jesús. Me abres tus brazos, me sirves con tu amor, continúas sosteniéndome… Por eso, ¡sigo adelante!”.
El abandono. En el Evangelio de hoy, Jesús en la cruz dice una frase, sólo una: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). Es una frase dura. Jesús sufrió el abandono de los suyos, que habían huido. Pero le quedaba el Padre. Ahora, en el abismo de la soledad, por primera vez lo llama con el nombre genérico de “Dios”. Y le grita «con voz potente» el “¿por qué?”, por qué más lacerante: “¿Por qué, también Tú, me has abandonado?”. En realidad, son las palabras de un salmo (cf. 22,2) que nos dicen que Jesús llevó a la oración incluso la desolación extrema, pero el hecho es que en verdad la experimentó. Comprobó el abandono más grande, que los Evangelios testimonian recogiendo sus palabras originales.
¿Y todo esto para qué? Una vez más por nosotros, para servirnos. Para que cuando nos sintamos entre la espada y la pared, cuando nos encontremos en un callejón sin salida, sin luz y sin escapatoria, cuando parezca que ni siquiera Dios responde, recordemos que no estamos solos. Jesús experimentó el abandono total, la situación más ajena a Él, para ser solidario con nosotros en todo. Lo hizo por mí, por ti, por todos nosotros, lo ha hecho para decirnos: “No temas, no estás solo. Experimenté toda tu desolación para estar siempre a tu lado”. He aquí hasta dónde Jesús fue capaz de servirnos: descendiendo hasta el abismo de nuestros sufrimientos más atroces, hasta la traición y el abandono. Hoy, en el drama de la pandemia, ante tantas certezas que se desmoronan, frente a tantas expectativas traicionadas, con el sentimiento de abandono que nos oprime el corazón, Jesús nos dice a cada uno: “Ánimo, abre el corazón a mi amor. Sentirás el consuelo de Dios, que te sostiene”.
Queridos hermanos y hermanas: ¿Qué podemos hacer ante Dios que nos sirvió hasta experimentar la traición y el abandono? Podemos no traicionar aquello para lo que hemos sido creados, no abandonar lo que de verdad importa. Estamos en el mundo para amarlo a Él y a los demás. El resto pasa, el amor permanece. El drama que estamos atravesando en este tiempo nos obliga a tomar en serio lo que cuenta, a no perdernos en cosas insignificantes, a redescubrir que la vida no sirve, si no se sirve. Porque la vida se mide desde el amor. De este modo, en casa, en estos días santos pongámonos ante el Crucificado —miren, miren al Crucificado—, que es la medida del amor que Dios nos tiene. Y, ante Dios que nos sirve hasta dar la vida, pidamos, mirando al Crucificado, la gracia de vivir para servir. Procuremos contactar al que sufre, al que está solo y necesitado. No pensemos tanto en lo que nos falta, sino en el bien que podemos hacer.
Miren a mi Siervo, a quien sostengo. El Padre, que sostuvo a Jesús en la Pasión, también a nosotros nos anima en el servicio. Es cierto que puede costarnos amar, rezar, perdonar, cuidar a los demás, tanto en la familia como en la sociedad; puede parecer un vía crucis. Pero el camino del servicio es el que triunfa, el que nos salvó y nos salva, nos salva la vida. Quisiera decirlo de modo particular a los jóvenes, en esta Jornada que desde hace 35 años está dedicada a ellos. Queridos amigos: Mirad a los verdaderos héroes que salen a la luz en estos días. No son los que tienen fama, dinero y éxito, sino son los que se dan a sí mismos para servir a los demás. Siéntase llamados a jugarse la vida. No tengan miedo de gastarla por Dios y por los demás: ¡La ganarán! Porque la vida es un don que se recibe entregándose. Y porque la alegría más grande es decir, sin condiciones, sí al amor. Es decir, sin condiciones, sí al amor, como hizo Jesús por nosotros.
(Homilía, Domingo de Ramos, 5 de abril 2020)
V/ Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R/ Porque con tu santa cruz redimiste al mundo